(#) Dedicado a Karma Peiró y Patricia Fernández de Lis, de quienes tanto aprendo.
Mark Twain es uno de mis favoritos. Periodista y creador del estilo periodístico cínico, malhumorado y tierno. Cabrón pero con un talento que derrochaba a espuertas entre sus comas, sus adverbios, sus adjetivos y, sobre todo, a la hora de narrar. Nuestro querido y viejo Mark es un narrador nato. Está en mi Olimpo de los grandes periodistas, junto a tipos tan dispares como Charles Dickens, que me enseñó a describir personajes mientras añadía detalles en sus diálogos, lo que resulta muy útil, por ejemplo, en una entrevista o en una ‘quoted story’ (reportaje de citas). O el no menos intenso Wiston Churchill, que fue si no el primero uno de ellos enviado especial y corresponsal en la guerra de los Boers, en la todavía lejana pero un poco más futbolera Suráfrica. Recomiendo la lectura de todos ellos para aprender a escribir en los periódicos.
Hoy toca Mark Twain, de quien me estoy leyendo su autobiografía, publicada con una sola condición: el señor Mark Twain tenía que estar muerto, prueba de su infatigable sentido del humor.
Voy a resumir el capítulo XXV, que en estos aciagos momentos de crisis en los medios, EREs, despidos y malestar general como en aquel anuncio del calmante vitaminado, sirve para recapacitar y para darse cuenta que, en cualquier caso, los periodistas seguimos siendo los mismos, con los mismos problemas y los mismos afanes. Solo que el viejo Mark Twain, desde luego, lo cuenta mucho mejor.
En tan solo un par de hojas, al contarnos su trabajo diario, pone en solfa todo el oficio, toda la profesión, todo: El dueño, la empresa, las relaciones laborales, la rutina, las fuentes, el tratamiento informativo, la valoración, las secciones, el amarillismo, la frustración, el éxito, la exclusiva, el relleno, el horario criminal y explotador, la autocrítica, la autocensura y el despido. Porque finalmente, tras lo que aconteción, Mark Twain se desmoralizó, bajó ellistón y fue despedido.
Preparense para reír, pero también para llorar.
"Tras dejar Nevada me convertí en reportero para el Morning Call de San Francisco. Era más que eso; era el reportero. No había otro. El trabajo bastaba para uno y un poco más, pero no lo suficiente para dos, según la idea del señor Barnes, y él era el propietario y se hallaba, por lo tanto, en mejor situación para saber del asunto que el resto de la gente.
Para las nueve de la mañana ya tenía que estar yo en la comisaría de policía y hacer un breve historial de los altercados de la noche anterio. Normalmente ocurrían entre irlandeses e irlandeses, entre chinos y chinos, con algún altercado de cuando en cuando entre las dos razas para variar un poco. Las declaraciones de cada día eran un duplicado exacto de las declaraciones del día anterior, por lo que esta actividad diaria resultaba abrumadoramente monótona y aburrida. En lo que entonces podía yo entender, solo había un hombre relacionado con ello que encontraba algo parecido a un cierto interés compensador, y éste era el intérprete. Se trataba de un inglés que estaba desenvueltamente familiarizado con 56 dialectos chinos. tenía que cambiar de uno a otro cada diez minutos, y este ejercicio era tan vigorizante que le mantenía siempre despierto, lo que no era el caso de los reporteros.
Luego visitábamos los tribunales de justicia y apuntábamos las decisiones que se habían tomado el día anterior. Todos los tribunales llevaban el adjetivo de "ordinarios". Eran excelentes fuentes de información para los reporteros y nunca fallaban. Durante el resto del día, rastrillábamos la población de una puntaa otra recogiendo todo el material que podíamos para poder llenar nuestra columna correspondiente. Y si no había ningún incendio sobre el que escribir, iniciábamos uno.
Por la noche visitábamos los seis teatros, uno tras otro: siete noches a la semana, 365 noches al año. Nos quedábamos en cada uno de aquellos lugares unos cinco minutos, le echábamos un pequeño y mínimo vistazo a cada obra o a cada ópera, y con ese material para texto ‘valorábamos’ aquellas óperas y obras de teatro, tal como suena, torturándonos el alma cada noche desde el comienzo al final del año en un ingente esfuerzo por encontrar algo que no hubiéramos dicho un par de cientos de veces antes.
No ha habido una sola vez desde entonces hasta hoy, cuarenta años, en que haya sido capaz de mirar, ni siquiera por fuera, un teatro sin un espasmo como un retortijón de las tripas secas –como el ‘Tío Remus’ lo llama–; y en cuanto al interior del teatro, lo que conozco de ello es menos que nada, puesto que en todo este tiempo rara vez he puesto mis ojos ahí ni he tenido el más mínimo deseo al respecto que no haya podido ser vencido razonadamente.
Después de haber trabajado mucho desde las nueve o las diez de a mañana hasta las once de la noche, juntando material para todas partes, tomaba la pluma y extendía todo este estiércol de palabras y frases y procuraba que cubriese todo el terreno posible. Una labor fatigosa y terrible, una labor sin alma, y casi carente del mínimo interés. Era una esclavitud horrible para un hombre perezoso, y yo había nacido vago. No soy más perezoso ahora que hace cuarenta años, pero es porque ya alcancé el límite hace cuarenta años. No se puede ir más allá de las posibilidades.
Pero por fin hubo un acontecimiento. Un domingo por la tarde vi a unos rufianes persiguiendo y tirando piedras a un chino que iba con una pesada carga consistente en la ropa semanal para lavar de sus clientes cristianos, y me di cuenta de que un policía estaba observando este espectáculo con un divertido interés; nada más. No se inmiscuyó en el asunto. Redacté el incidente con un considerable calor y una santa indignación. Normalmente no me gustaba leer por la mañana lo escrito la noche anterior; procedía de un corazón adormecido. pero este artículo procedía de un corazón muy vivo. Contenía fuego, y yo creía que era literatura, así que lo busqué con auténtico interés en el periódico a la mañana siguiente. Pero allí no estaba. Tampoco estaba allí a día siguiente. Ni al otro. Subí a la sala de composición y lo encontré apilado entre los materiales condenados cerca de la estufa. Pregunté lo sucedido.
El encargado me dijo que el señor Barnes se lo había encontrado en una galerada y ordenado su destrucción. Y el señor Barnes adujo sus razones, para mí o para el encargado, que ya no me acuerdo. Pero eran comercialmente sólidas. Dijo que el Call era como el Sun de Nueva York de aquellos días: el periódico de las lavanderas, o sea, el periódico de los pobres. Obtenía su medio de vida de los pobres, y debía respetar su prejuicios o perecer. Los irlandeses eran los pobres. Eran la base y el soporte soporte del Morning Call; sin ellos, el Morning Call no sobreviviría ni un mes. Y odiaban a los chinos. Semejante asalto como el que yo había intentado podría levantar a toda la colmena irlandesa y dañar gravemente al periódico. El Call no podía permitirse el hecho de publicar artículos criticando a rufianes por apedrear chinos".
Periodismo de ultratumba
Mark Twain lo dejó escrito muy claramente
El Periodismo sigue igual en el XXI que en el XIX
20 de noviembre de 2009
Publicado por PeriodismoalPilPil en 11:04 a. m.
Etiquetas: Los problemas del Periodismo
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentarios:
Magnífico.
Publicar un comentario